Opinión
Como se sabe, el tradicional y retórico pensamiento –y la prosa– nacionalista, rosismo y adyacencias, no pasa actualmente por uno de sus mejores momentos: tengo la impresión de que después de la llegada de los restos de Rosas al país, con los consiguientes homenajes, la vehemencia, no tal vez el sentimiento, se atenuó, no se escuchan grandes voces, apenas melancólicas evocaciones o laboriosas recopilaciones bibliográficas: los que todavía asumen ese discurso suelen ser tristes repetidores de las peores fórmulas de ese credo –ese impresentable Biondini, ese nostálgico O’Donnell, esos melancólicos apologistas de la dictadura–, y, por otro lado, pareciera un discurso muerto en una perspectiva mundial.
Por Noé Jitrik
Es cierto que algunos brotes autonómicos en el ex mundo socialista reciben esa etiqueta, así como también manifestaciones chovinistas y/o fundamentalistas un poco por todas partes, pero no parece que, sea como fuere, la vieja cantaleta nacionalista de “Dios, Patria, Hogar”, al menos en este país, sea un continente adecuado para expresar lo que el mencionado sentimiento pediría.
También es cierto que está muy a la moda renunciar alegremente a la complejidad que implica pensar en términos nacionales y que, en reemplazo, se haya hablado y se hable (cada vez menos) con un énfasis petulante y soberbio de “globalización”, de eliminación de fronteras nacionales, sin que se sepa muy bien qué quiere decir toda esa cháchara. El que la comunicación se haya facilitado hasta casi la utopía no es suficiente para entenderlo: basta poner en el tapete la cuestión de los términos del intercambio económico para que la globalización pegue un respingo y se vuelva atrás en la consideración de intereses propios y/o desarrollos posibles.
Es más, que los países renuncien a su destino propio, nacional en el sentido pleno y real de la palabra, no es algo que se pueda aceptar tan fácilmente, aunque la tecnología haga poco competitivas determinadas economías; el hecho de que en el sudeste asiático la gente trabaje dieciséis horas por día por el mismo salario que aquí se paga por ocho no quiere decir que uno deba admitir que no podrá ni deberá filmar más una película, que no podrá ni deberá escribir y publicar un libro, que no podrá hablar más la lengua que hablaba o comer la comida que le era propia, consumir los medicamentos indispensables o tener los electrodomésticos que necesite. Al menos intelectualmente, la cuestión nacional subsiste aunque no en los términos –propiedad, esencia, linaje, tradición, ideología, religión– en los que la formulaban airadamente los fascistas e incluso algunos que no lo eran y ni siquiera como exaltación de figuras que habían sido ignoradas por el panteón liberal.
La prosa nacionalista también ha decaído; antes no era así, había buenos escritores que, obcecados o no, odiosos o no, divertidos o apodícticos, intentaban dar algún fundamento a posiciones no siempre muy racionales. Algunos, como Julio Irazusta, a quien redescubrí en mi biblioteca, hacían un verdadero esfuerzo por salirse de la ideología agresiva, pronazi, irracional, típica de la década del ‘40, y trataban de encontrar, en el pasado y en el presente, elementos para dar una forma a ese deseo de tener un país propio y forjar en él el propio destino, cultural, humano y político. Irazusta (Balance de siglo y medio, Theoría, 1966) era analista e historiador y, según él mismo lo refiere, intervino en los debates nacionales importantes, el relativo a las carnes en la década del ‘30, o el relativo al petróleo, cuando Arturo Frondizi escribió su prometedor Petróleo y política, de cuyos postulados hizo, como no se ignora, rápido abandono cuando le tocó reinterpretar la idea de “lo” nacional.
De aquel libro extraje un fragmento que me pareció y sigue pareciendo revelador. Se refiere al presidente Victorino de la Plaza, que sucedió a Roque Sáenz Peña: “Hasta aquí, Plaza no había hecho más que entrever algunas novedades aportadas por la guerra, pero su último mensaje, el de 1916, es todo un programa nacionalista... afirma la confianza del país en sus propias fuerzas, para enfrentar la necesidad de valernos de nuestros recursos... la recuperación financiera, lejos de inducirlo a aumentar los gastos, lo movió a reducirlos... los depósitos bancarios y en caja de ahorro aumentaban, siendo argentinos el 80 por ciento de los ahorristas... el gobierno rebajaba los impuestos y seguía haciendo economías. El país tendía a utilizar su propia materia prima y la mano de obra nacional. El presidente decía: ‘No está lejos el día que podamos independizarnos de los elementos que aún debemos pedir a la industria extranjera. Los beneficios de esta industrialización son incalculables, pues no sólo gana la economía nacional, sino que llegaremos a producir los materiales necesarios a la defensa nacional’. Atribuía el mejoramiento de las relaciones laborales al despertar industrial. En su pensamiento, el incesante progreso de la explotación petrolífera se destinaba a asegurar el porvenir industrial del país. Lamentaba que los propietarios particulares prestasen con parsimonia y cobrasen alto interés, lo que conspiraba contra el desarrollo; y que los depositantes no mostrasen mayor conciencia inversora para promover las empresas que solicitaban del gobierno”.
Yo supongo que De la Plaza –no es inoportuno recordar que intervino, junto a Vélez Sarsfield, en la redacción del Código civil, hoy en proceso de modificación– pensó en todo esto, en 1916. Supongo que por eso, ya en 1966, onganiato mediante, como si estuviera lanzando un mensaje a quienes no podían escucharlo, Irazusta creyó oportuno rescatar sus palabras. Y, por lo mismo, se me ocurre que fue válido evocarlas en 1995, durante el menemato vendedor –cuando hice esa lectura y comencé este escrito–, aunque con pocas esperanzas de que a alguien le hubieran parecido una advertencia o un aviso, o de que alguien extrajera una lección del pasado para enfrentar un presente en el que el único erotismo promocionado era el de la compra en cuotas y ya no más el de la producción.
Creo que es un buen párrafo y da para pensar, no sólo en las circunstancias en que se pronunciaron esas frases sino también en el presente, respecto del cual esas palabras son menos proféticas que descriptivas, como si el tiempo no hubiera pasado. Podría dejar este razonamiento aquí, confiando en las resonancias que provoca y creo que se comprendería muy bien a dónde va la recuperación de un pensamiento perdido en el tiempo y en la historia política del país. Se podría decir que no se inventa nada y también que lo que está sucediendo en la actualidad replica, como en un espejo, esas palabras de un hombre que está colocado en el fin de una época: después de esas formulaciones, casi un programa entero, punto por punto –cada punto es un tema básico de la identidad de un país–, llegó Yrigoyen y muchas cosas cambiaron o, en todo caso, empezaron, con todas las contradicciones que nadie se priva de señalar, a tomar forma, a veces institucional, a veces en comienzos frustrados, a veces, objeto de tragedias, como la muerte de Lisandro de la Torre o el golpe contra el propio Yrigoyen. Sin embargo, si esos párrafos son un programa, evidentemente hubo avances y retrocesos y, no es difícil verificarlo, mucho queda por hacer, además de aclarar los términos.
Se podría hacer varias preguntas, suscitadas por este hallazgo: responderlas implicaría un verdadero examen de la historia del país, al menos del siglo XX y lo que va del actual: ¿por qué algo de lo que se logró se disipó, qué hizo posible algunos avances y qué fuerzas gravitaron en los retrocesos, qué equívocos fueron brotando en las interpretaciones que no faltaron en todo este tiempo, qué alcances verdaderos o falsos tuvieron imposibilidades que motivaron retrocesos, etcétera? Dejo librado a la imaginación todo lo que se puede argumentar o decir acerca de lo que fue eficaz y certero y de las defecciones o frustraciones que empedraron el desarrollo de aquella idea del remoto Victorino de la Plaza. No obstante, se me ocurre una figura que permitiría comprender tanto el pasado, desde remoto a próximo, cuanto este supuesto presente: ¿hubo en los diferentes momentos en los que se tomaron decisiones “teoría del error”?
Formularse tal teoría debe ser lo más penoso del mundo, porque implica admitir una limitación de la soberbia, una puesta en caja del optimismo, una limpieza de ojos para advertir el abismo que hay entre lo deseable y lo posible, una reducción de la omnipotencia que crece como una planta tropical una vez que se tiene el poder en la mano, o la ilusión del poder.
También es cierto que está muy a la moda renunciar alegremente a la complejidad que implica pensar en términos nacionales y que, en reemplazo, se haya hablado y se hable (cada vez menos) con un énfasis petulante y soberbio de “globalización”, de eliminación de fronteras nacionales, sin que se sepa muy bien qué quiere decir toda esa cháchara. El que la comunicación se haya facilitado hasta casi la utopía no es suficiente para entenderlo: basta poner en el tapete la cuestión de los términos del intercambio económico para que la globalización pegue un respingo y se vuelva atrás en la consideración de intereses propios y/o desarrollos posibles.
Es más, que los países renuncien a su destino propio, nacional en el sentido pleno y real de la palabra, no es algo que se pueda aceptar tan fácilmente, aunque la tecnología haga poco competitivas determinadas economías; el hecho de que en el sudeste asiático la gente trabaje dieciséis horas por día por el mismo salario que aquí se paga por ocho no quiere decir que uno deba admitir que no podrá ni deberá filmar más una película, que no podrá ni deberá escribir y publicar un libro, que no podrá hablar más la lengua que hablaba o comer la comida que le era propia, consumir los medicamentos indispensables o tener los electrodomésticos que necesite. Al menos intelectualmente, la cuestión nacional subsiste aunque no en los términos –propiedad, esencia, linaje, tradición, ideología, religión– en los que la formulaban airadamente los fascistas e incluso algunos que no lo eran y ni siquiera como exaltación de figuras que habían sido ignoradas por el panteón liberal.
La prosa nacionalista también ha decaído; antes no era así, había buenos escritores que, obcecados o no, odiosos o no, divertidos o apodícticos, intentaban dar algún fundamento a posiciones no siempre muy racionales. Algunos, como Julio Irazusta, a quien redescubrí en mi biblioteca, hacían un verdadero esfuerzo por salirse de la ideología agresiva, pronazi, irracional, típica de la década del ‘40, y trataban de encontrar, en el pasado y en el presente, elementos para dar una forma a ese deseo de tener un país propio y forjar en él el propio destino, cultural, humano y político. Irazusta (Balance de siglo y medio, Theoría, 1966) era analista e historiador y, según él mismo lo refiere, intervino en los debates nacionales importantes, el relativo a las carnes en la década del ‘30, o el relativo al petróleo, cuando Arturo Frondizi escribió su prometedor Petróleo y política, de cuyos postulados hizo, como no se ignora, rápido abandono cuando le tocó reinterpretar la idea de “lo” nacional.
De aquel libro extraje un fragmento que me pareció y sigue pareciendo revelador. Se refiere al presidente Victorino de la Plaza, que sucedió a Roque Sáenz Peña: “Hasta aquí, Plaza no había hecho más que entrever algunas novedades aportadas por la guerra, pero su último mensaje, el de 1916, es todo un programa nacionalista... afirma la confianza del país en sus propias fuerzas, para enfrentar la necesidad de valernos de nuestros recursos... la recuperación financiera, lejos de inducirlo a aumentar los gastos, lo movió a reducirlos... los depósitos bancarios y en caja de ahorro aumentaban, siendo argentinos el 80 por ciento de los ahorristas... el gobierno rebajaba los impuestos y seguía haciendo economías. El país tendía a utilizar su propia materia prima y la mano de obra nacional. El presidente decía: ‘No está lejos el día que podamos independizarnos de los elementos que aún debemos pedir a la industria extranjera. Los beneficios de esta industrialización son incalculables, pues no sólo gana la economía nacional, sino que llegaremos a producir los materiales necesarios a la defensa nacional’. Atribuía el mejoramiento de las relaciones laborales al despertar industrial. En su pensamiento, el incesante progreso de la explotación petrolífera se destinaba a asegurar el porvenir industrial del país. Lamentaba que los propietarios particulares prestasen con parsimonia y cobrasen alto interés, lo que conspiraba contra el desarrollo; y que los depositantes no mostrasen mayor conciencia inversora para promover las empresas que solicitaban del gobierno”.
Yo supongo que De la Plaza –no es inoportuno recordar que intervino, junto a Vélez Sarsfield, en la redacción del Código civil, hoy en proceso de modificación– pensó en todo esto, en 1916. Supongo que por eso, ya en 1966, onganiato mediante, como si estuviera lanzando un mensaje a quienes no podían escucharlo, Irazusta creyó oportuno rescatar sus palabras. Y, por lo mismo, se me ocurre que fue válido evocarlas en 1995, durante el menemato vendedor –cuando hice esa lectura y comencé este escrito–, aunque con pocas esperanzas de que a alguien le hubieran parecido una advertencia o un aviso, o de que alguien extrajera una lección del pasado para enfrentar un presente en el que el único erotismo promocionado era el de la compra en cuotas y ya no más el de la producción.
Creo que es un buen párrafo y da para pensar, no sólo en las circunstancias en que se pronunciaron esas frases sino también en el presente, respecto del cual esas palabras son menos proféticas que descriptivas, como si el tiempo no hubiera pasado. Podría dejar este razonamiento aquí, confiando en las resonancias que provoca y creo que se comprendería muy bien a dónde va la recuperación de un pensamiento perdido en el tiempo y en la historia política del país. Se podría decir que no se inventa nada y también que lo que está sucediendo en la actualidad replica, como en un espejo, esas palabras de un hombre que está colocado en el fin de una época: después de esas formulaciones, casi un programa entero, punto por punto –cada punto es un tema básico de la identidad de un país–, llegó Yrigoyen y muchas cosas cambiaron o, en todo caso, empezaron, con todas las contradicciones que nadie se priva de señalar, a tomar forma, a veces institucional, a veces en comienzos frustrados, a veces, objeto de tragedias, como la muerte de Lisandro de la Torre o el golpe contra el propio Yrigoyen. Sin embargo, si esos párrafos son un programa, evidentemente hubo avances y retrocesos y, no es difícil verificarlo, mucho queda por hacer, además de aclarar los términos.
Se podría hacer varias preguntas, suscitadas por este hallazgo: responderlas implicaría un verdadero examen de la historia del país, al menos del siglo XX y lo que va del actual: ¿por qué algo de lo que se logró se disipó, qué hizo posible algunos avances y qué fuerzas gravitaron en los retrocesos, qué equívocos fueron brotando en las interpretaciones que no faltaron en todo este tiempo, qué alcances verdaderos o falsos tuvieron imposibilidades que motivaron retrocesos, etcétera? Dejo librado a la imaginación todo lo que se puede argumentar o decir acerca de lo que fue eficaz y certero y de las defecciones o frustraciones que empedraron el desarrollo de aquella idea del remoto Victorino de la Plaza. No obstante, se me ocurre una figura que permitiría comprender tanto el pasado, desde remoto a próximo, cuanto este supuesto presente: ¿hubo en los diferentes momentos en los que se tomaron decisiones “teoría del error”?
Formularse tal teoría debe ser lo más penoso del mundo, porque implica admitir una limitación de la soberbia, una puesta en caja del optimismo, una limpieza de ojos para advertir el abismo que hay entre lo deseable y lo posible, una reducción de la omnipotencia que crece como una planta tropical una vez que se tiene el poder en la mano, o la ilusión del poder.
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