Prolegómenos de un debate
120521_Congreso
Debate sobre la modificación de la Constitución nacional

“Constituir la unión nacional”, “afianzar la justicia”, “consolidar la paz interior”, “proveer a la defensa común”, “promover el bienestar general” y “asegurar los beneficios de la libertad”, son contenidos del Preámbulo de nuestra Constitución nacional que no deben remitir a generalidades, sino a los cimientos de nuestra organización como sociedad.

Por Carlos Raimundi *

A ellos podríamos agregar otros valores, que, por implícitos, no son menos importantes, como el pacto previsional (según el cual los aportes de una generación anterior sustentan el retiro laboral de los jubilados de hoy, y el aporte de la generación presente sustentará nuestro retiro), el pacto financiero (según el cual el dinero depositado en los bancos sigue siendo nuestro) y el pacto tributario (según el cual nuestros impuestos son devueltos en salud, educación, justicia y seguridad de calidad).

Al cabo de casi tres décadas de ajuste prácticamente ininterrumpido, aquellos valores fundantes y pactos organizadores de nuestra comunidad resultaron lisa y llanamente destrozados. Por eso, el primer acuerdo de seriedad a dejar sentado para el debate sobre una reforma constitucional es la profundidad de lo que estamos hablando. No se trata de prolongar un mandato presidencial, sino de consolidar la trabajosa reconstrucción de los principios fundadores de nuestra condición nacional y de los nuevos derechos que de ellos derivan. Cualquier utilización rastrera del tema será demostrativa de la bajeza de las intenciones de quien lo pretenda.

Este no es un debate entre republicanos defensores de la libertad y populistas anacrónicos y salvajes. Hay un discurso de los poderes fácticos, que ha calado muy hondo en ese sentido, debido a la profunda horadación cultural que ejercieron hasta 2003. Sin embargo, muchos que se dicen republicanos justificaron bombardeos y proscripciones, golpes de Estado, desapariciones y muertes, que nada tienen que ver con la república, sino más bien con la intención de aniquilar aquellas experiencias políticas que osaron afectar sus intereses.

Rechazamos de plano, pues, que estos factores de poder, junto a aquellos políticos que operan, voluntariamente o no, como sus portavoces, opinen desde el pedestal de la república. La libertad de expresión absoluta, la eliminación de los delitos de calumnias e injurias para el periodismo, la no criminalización de la protesta social, las garantías procesales a los genocidas, la vía política y legislativa para la confrontación de intereses profundamente divergentes –como sucediera con la Resolución 125 o el matrimonio igualitario– enmarcan el actual proceso dentro del respeto más irrestricto a las bases de la república.

El debate sobre la Reforma Constitucional tampoco es un debate entre “institucionalistas” vs. “no institucionalistas”. Nadie podría contradecir, desde la sensatez, que la Unasur y el Banco del Sur, el Estado promotor, las paritarias, la asignación universal, la movilidad jubilatoria o la presencia de la sociedad civil en un tercio de las licencias audiovisuales son instituciones fuertes. En todo caso, la pregunta sería qué tipo de instituciones se busca custodiar o qué tipo de intereses se pretende jerarquizar a través de las instituciones que consagra una Constitución.

Digresión. Debate en una reunión familiar. “¿Qué opinás de una eventual reforma constitucional?”, me interrogó alguien que simpatiza con las privatizaciones de los ’90. “Es un tema complejo”, ensayé como primera respuesta. Pero antes de que yo pudiera continuar, otro asistente interfirió: “Aquí, el sistema parlamentario no funciona”. A lo que yo agregué, como último ¿aporte?, antes de que finalizara la conversación: “¿Qué significa que un sistema funcione?”.

Que un sistema funcione significa, brevemente, que tienda a elevar la igualdad, que dé oportunidades, que brinde herramientas que conecten a cada ciudadana y a cada ciudadano con la posibilidad de realizar sus propias decisiones de vida. Desde esa perspectiva, ¿ha funcionado el sistema argentino? ¿Puede decirse que un sistema tantas veces interrumpido mediante la violencia cívico-militar de los golpes de Estado, y que generara tanta injusticia social, y que fuera tan repudiado por la población, es un sistema, que, sin más, funciona? Y, si, evidentemente, no siempre ha funcionado, ¿tan descabellado es entablar un debate serio sobre él?

Respecto de las “Declaraciones, Derechos y Garantías”, instituciones como la integración regional, la asignación universal, las paritarias, la movilidad jubilatoria, la propiedad nacional de los recursos, la soberanía energética de la Nación, la función social de la propiedad, la necesidad de contar con un sistema tributario progresivo, la utilidad pública de los servicios audiovisuales u otras que están en debate, deberían añadirse a ese capítulo.

Por último, un párrafo sobre la remanida noción de alternancia y lo que escandaliza la posibilidad de mandatos más largos para un jefe de Estado. Primero, los regímenes parlamentarios europeos –tan “admirados” por momentos– no ponen límite a la cantidad de mandatos, en tanto éstos provienen de la voluntad popular; de todos, el principio más genuinamente democrático. Segundo, ¿quién pone límites a la reelección de autoridades en instituciones y corporaciones tanto o más influyentes que el Gobierno, como la Iglesia, las cámaras empresarias, el mundo financiero, la Sociedad Rural, las empresas multinacionales, los medios de comunicación, o, más allá de la duración de cada embajador, las políticas permanentes del Departamento de Estado?

En la mesa del poder, que es lo que realmente importa, el sillón de la autoridad política es sólo uno, entre los tantos que ocupan esos poderes fácticos y permanentes. Y es, además, el único con que las mayorías populares y los sectores sociales más débiles cuentan para ver defendidos sus intereses. Que la conducción de cada uno de aquellos poderes se mantenga durante décadas, ya sea en las mismas personas o en defensa de los mismos intereses, mientras que lo único que está obligado a rotar es la autoridad política, debilita claramente a esta última, y, con ella, a los sectores populares a los que expresa. Este es un marco conceptual –aunque no el único– desde el cual debe darse el debate sobre la alternancia, para desalentar todo escozor que el tema provoque en la oligarquía y sus voceros.

Frente a toda posición dominante, ya sea económica o cultural, la neutralidad juega a favor del dominio. Hacen falta grandes decisiones para desarticular esa situación de dominio. Y si ellas generan conflicto y “crispación”, habrá que afrontarlos.


* Diputado nacional (Nuevo Encuentro)


www.pagina12.com.ar - 210512