Por Ricardo Forster

Intentar reflexionar sobre la importancia y el impacto de Néstor Kirchner es, en principio, interrogarnos por lo que vino a resolver en un momento de enormes dificultades; es poner blanco sobre negro qué nos acontecía como sociedad en ese giro de siglo y de milenio allí donde una doble clausura caía sobre el país: la del pasado por la promulgación de las leyes de la impunidad y del olvido y la del futuro por la absoluta falta de expectativas y de esperanzas en el interior de una sociedad en crisis y sin orientación.

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Ricardo Foster

Un país desolado y fragmentado, vaciado en lo más hondo de sus tradiciones populares y brutalizado al extremo por una década de destrucción implacable de industrias y trabajo, destrucción que arrasó con los últimos restos de recuerdo de la equidad que todavía quedaban entre nosotros. El 2001, y Kirchner debe ser leído también a la luz de ese acontecimiento, desencadenó, vía una extraordinaria y extraña movilización de diversos sectores sociales no siempre coincidentes, la bancarrota del modelo neoliberal implementado en nuestras geografías por un peronismo degradado y desquiciado por la llegada del riojano. La supuesta alternativa “superadora” del menemismo, la alianza entre el radicalismo y el progresismo frepasista, encalló en sus propias contradicciones y en su incapacidad para revisar los fundamentos de un orden económico que había sido responsable de la degradación del país. Creyó que alcanzaba con utilizar una retórica republicanista y con denunciar la corrupción para torcer el rumbo de la decadencia nacional. Terminó siendo cómplice de las fuerzas a las que supuestamente había venido a reemplazar. Teniendo como fondo ese profundo desguace del Estado, de la vida institucional y de la trama social es que, de manera no prevista, emergerá Néstor Kirchner.

La actualidad argentina tiene la marca de lo excepcional y, claro, de lo no previsible. Como un viento huracanado que se lleva todo por delante, algo de lo no esperado se abrió paso en mayo de 2003 y cristalizó alrededor de la figura, anómala y desconocida para la mayor parte de la sociedad, de un hombre venido del sur patagónico. Decir que somos contemporáneos de una anomalía no supone, como algunos creen, desconocer las fuerzas, muchas veces ocultas o subterráneas, de la historia ni caer en una suerte de providencialismo. Significa algo más sencillo pero no por eso menos enigmático: reconocer los momentos de ruptura o de inflexión que desplazan las fuerzas inerciales y dominantes en esa historia que aparecía como repetitiva e inercialmente inexpugnable, para asumir que algo distinto, quizás imprevisto y no escrito en ninguna causalidad ni en ninguna garantía histórica, se hace presente y hace saltar los goznes de esas continuidades asfixiantes que, la mayoría de las veces, suelen ser la expresión de un discurso del fin de la historia y de la muerte de las ideologías que, claro, terminan por afirmar el modelo de la dominación proyectándolo hacia una eternidad inexorable.

El nombre de Kirchner, como intenté señalarlo en un artículo anterior, vino a romper esa continuidad malsana, vino a desequilibrar la marcha regular hacia la barbarie de un modelo económico-político que, desde hace mucho tiempo, no sólo venía ejerciendo su poderío sobre la vida material de los desposeídos sino, también, había logrado capturar los núcleos más profundos y decisivos de la vida cultural apuntalando, de ese modo, sus propios intereses transformándolos en los únicos visibles de cara a una sociedad que se mostraba como vaciada de sí misma y demudada. Kirchner, su nombre, interrumpió esa marcha triunfal de los poderosos de siempre, logró, de manera inesperada, desviar el curso decadente de una sociedad que desde hacía mucho tiempo había perdido la brújula. Lula lo dijo con una frase sencilla, directa y justa: les devolvió la autoestima a los argentinos.

Algunos actos simbólicamente decisivos le dieron encarnadura a un gobierno que nacía de la noche argentina, de una noche que arrastraba nuestros peores fantasmas y que parecía proyectarse hacia una perpetuación insoportable. Kirchner comprendió que para comenzar a “curar” las profundas heridas que atravesaban al cuerpo social hacía falta entrelazar acciones reparadoras en el sentido económico-material (la primera fue recuperar trabajo y reducir los índices de pobreza y de indigencia que eran los más oprobiosos y brutales de la historia) con otras acciones que rearticularan un discurso y una conciencia que habían sufrido los duros embates de la derrota, la desilusión y la invisibilización; comprendió, porque lo llevaba dentro suyo, el papel fundamental de rediseñar enteramente la política de derechos humanos haciéndolo, al comienzo, a través de un gesto descomunal en su valor simbólico-reparador: ordenarle al jefe del Ejército que descolgase los cuadros de Videla y de Bignone.

Ese acto, que algunos caracterizaron como sobreactuado e impostado, implicó un quiebre fenomenal que se acopló con la construcción de una nueva Corte Suprema de Justicia y con el avance decidido hacia el enjuiciamiento de los genocidas. Los movimientos de derechos humanos supieron, casi desde un principio, valorar en su extraordinaria dimensión lo abierto por esas reparaciones simbólicas e institucionales desarrolladas por un Kirchner que se atrevió a derogar las leyes de la impunidad. El aire fresco que recorrió la vida nacional a partir de esas acciones tuvo mucho que ver con la refundación de un mundo democrático envilecido por años de vaciamiento, impudicia y complicidad con lo peor de nuestra historia.

A veces un gesto viene a romper la monotonía de la repetición abriendo horizontes que permanecían enturbiados. Esa orden no sólo habilitaba el camino de la reparación y de la justicia, no sólo les devolvía encarnadura a las víctimas del terrorismo de Estado, sino que también producía un hecho inédito: afirmaba la supremacía del poder político democrático, por primera vez en décadas, respecto, en este caso, del poder militar. Simbólicamente vino a remover la lápida que pesaba sobre una democracia que se había mostrado, hasta ese día, débil y resignada. Entre las grietas de esa resignación histórica se metieron, siempre, los poderes corporativos para limitar y chantajear a los sucesivos gobiernos. Primero Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández produjeron una inflexión histórica entramando legitimidad y soberanía como atributos siempre extraviados de la democracia argentina. Algunos antiguos progresistas que forjaron sus argumentos políticos en los años noventa no supieron o no quisieron comprender la hondísima significación de esos gestos y comenzaron a utilizar, como caballito de batalla que se prolongó hasta la muerte de Kirchner, la impresentable argumentación de la “impostura”. Cientos de miles de argentinos y argentinas humildes, más miles y miles de jóvenes y de otros actores sociales mostraron, en los días inolvidables y tristes de finales de octubre, la impudicia de transformar el giro histórico que Kirchner gestó inesperadamente en nuestro país en un relato de ficción, en una suerte de pura impostura. Las multitudes, el pueblo que regresa del ostracismo, quebraron en mil pedazos esa argumentación.

Ese giro histórico en materia de política de derechos humanos se conjugó con otra decisión medular: prohibir que se reprima cualquier protesta social impidiendo que una policía siempre sospechada llevase armas de fuego a las manifestaciones o a los cortes de rutas y calles. Algún funcionario supo de la prioridad que Kirchner le dio a esta decisión y tuvo que salir raudamente del Gobierno cuando intentó protestar.

Unida a estas políticas se buscó reposicionar a la Argentina clausurando, por un lado, la dependencia absoluta hacia el FMI y, por otro lado, haciendo estallar la propuesta del ALCA motorizada por el gobierno de Bush que vio de qué manera eso ocurría en la famosa e histórica reunión de Mar del Plata. Recuperando antiguas tradiciones populares y emancipatorias, Kirchner afianzó una política de claro contenido latinoamericano abrazándose, en ese gesto, con los procesos abiertos en Brasil, Bolivia, Venezuela, Uruguay y Ecuador, procesos también acompañados por el Chile de Bachelet, para confluir, todos, en la construcción de la Unasur que, entre otras cosas, impidió el avance golpista en la Bolivia de Evo Morales y, más recientemente, lo hizo con el Ecuador de Correa. Testimonio de esa política trascendente fue el sentido homenaje que le brindaron los presidentes de Sudamérica.

No se trata, estimado lector, de enumeraciones que, de eso no hay dudas, definieron un rumbo impensado poco tiempo antes para un país, el nuestro, desarmado material, institucional y simbólicamente. Se trató, antes bien, de una apertura fenomenal que luego sería continuada y profundizada por la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner, que no sólo se hizo cargo del proyecto iniciado por su compañero de la vida, sino que lo extendió hacia el litigio central de nuestra sociedad: la distribución más equitativa de la renta material y simbólica.

El nombre de Kirchner quedará grabado en la memoria popular como el que rehabilitó la reparación de los más desposeídos, como aquel que devolvió la esperanza en un país más justo y como quien reconstruyó los puentes rotos entre las generaciones. Allí está, como testimonio de ese gesto fundacional, la emergencia aluvional de los jóvenes, los grandes ausentes de las últimas décadas, en el espacio público y como sujetos de una poderosa repolitización. El ayer de las tradiciones populares que se reencontraron con los nuevos lenguajes juveniles devolviéndole al presente argentino una trama que había sido brutalmente deshecha por la violencia dictatorial y la posterior desilusión del período democrático que culminó en la implementación, vía el menemismo, de las políticas neoliberales. El nombre de Kirchner, entonces, como testimonio de una excepcionalidad cargada de futuro.

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