Pensar el kirchnerismo

Si aquel menemismo de los noventa sirvió para congregar a Isaac Rojas y a Álvaro Alsogaray, este kirchnerismo es el territorio donde se mueven muchos jóvenes que quieren una Patria justa, mucha militancia de izquierda de aquellos años setenta y, también hay que señalarlo, buena parte de los menemistas que con una ideología conservadora y una moral pútrida pretenden ignorar su propio protagonismo antinacional y antipopular.

Por Eduardo Anguita

Creo que sería un grave error pensar que existe una identidad kirchnerista rígida. En su versatilidad y en sus reacomodamientos radica lo que para muchos permite valorar sus fortalezas y para otros es una indudable muestra de sus debilidades. Del mismo modo, de acuerdo a la perspectiva que se tenga, los logros de estos años pueden ser adjudicados a la valentía y audacia de Néstor Kirchner o a considerar que la historia de entregas y traiciones a la Patria de los ‘90 fue tan violenta que la sociedad intenta aprender la lección y hacer su propia expiación. Tanto fue lo que habían apostado los sectores medios y populares al liderazgo de Carlos Menem y su neoliberalismo explícito que luego del fracaso sobrevino una determinación de intentar un camino de confrontación con los intereses concentrados. La muestra más palmaria, a mi modo de ver, de que los noventas y el ciclo kirchnerista deben analizarse como una unidad, la constituyen los juicios contra los genocidas. Cuando un grupo de diputados entre los que estaban Juan Pablo Cafiero y Alfredo Bravo propusieron la anulación de las leyes de impunidad en 1998, con ellos estuvieron las Abuelas, las Madres, los Hijos… El resto de los legisladores encontraron una fórmula de ocasión: derogarlas, pero sin efectos penales. El arco político casi completo le esquivaba el culo a la jeringa o directamente planteaba que era imposible confrontar contra el conglomerado de “obispos-jueces-militares-empresarios” y deberían haber agregado “políticos”. La soledad de las marchas de los jueves en la plaza de Libertador San Martín por parte de Olga Aredes es una muestra de la aridez de aquellos años. La salida “como rata por tirante” de Carlos Blaquier fuera del país para evitar a la justicia es indicador de cómo sus pares lo dejaron solo. No le alcanzó siquiera tener a su segundo Federico Nicholson como vice de la Unión Industrial Argentina.
Si aquel menemismo de los noventa sirvió para congregar a Isaac Rojas y a Álvaro Alsogaray, este kirchnerismo es el territorio donde se mueven muchos jóvenes que quieren una Patria justa, mucha militancia de izquierda de aquellos años setenta y, también hay que señalarlo, buena parte de los menemistas que con una ideología conservadora y una moral pútrida pretenden ignorar su propio protagonismo antinacional y antipopular. Todo eso junto, como pasa en la mayoría de los procesos políticos cuya dinámica excede las visiones dogmáticas y esquemáticas. Procesos en los cuales se requiere, una vez más, un análisis lo más frío posible acompañado de una dosis de voluntad gigantesca que, una vez más, también podrá ser tachada de voluntarista.
Quien escribe estas líneas fue militante del PRT-ERP y no coincidía (desde un lugar irrelevante por cierto y aceptando su compromiso revolucionario por encima de sus posturas personales) con la visión del peronismo planteada por Mario Santucho que lideraba las posiciones políticas de la dirigencia perretista. A principios del ’73, recién vuelto de Cuba donde estuvo tras la fuga de Rawson, Santucho estaba convencido de que la llegada de Perón a la Argentina era para salvar el capitalismo. El mismísimo Fidel Castro le había marcado sus diferencias con esa postura. Quien escribe estas líneas, cuando se creó el ERP 22 de agosto, pensó en sumarse a esa fracción, para dar apoyo al gobierno de Cámpora. Fue Daniel Hopen, un tipo más que lúcido, que me advirtió algo sustantivo en los procesos revolucionarios: “En el ERP 22, lamentablemente, no hay capacidad dirigente. El único líder es el Negro Roby…” Hopen ya había dado el paso fuera del PRT y este humilde militante siguió los consejos de quien era su referente teórico y conceptual. Poco tiempo después, pero eso ya es otra historia, yo caía preso y en el ’76 Hopen era secuestrado y está desaparecido.
Este comentario puede ayudar a que el lector despeje la cuota de subjetividad que cada cual tiene, de acuerdo a su historia, con el peronismo y la izquierda. Ya en aquellos años sobraban los ejemplos de militantes, dirigentes sindicales e intelectuales que se sumaban al peronismo sin dejar de ser de izquierda ni tener el complejo de que perdían “su cultura de izquierda(s)”. Pero en ese entonces, para muchos militantes –incluidos los de Montoneros, FAR o FAP– había un tema crucial: la organización revolucionaria. Ni más ni menos que el núcleo de acero, en términos más leninistas. El partido de cuadros era condición sine qua non para una revolución hecha e izquierda.
Tal como me advertía mi compañero de militancia, cárcel y trabajo periodístico Alberto Elizalde, no podría afirmarse de ningún modo que Perón no vino a salvar el capitalismo. Es decir, es obvio que muchos sectores de la derecha peronista y no peronista confiaban en que ese sería el rol del gran caudillo popular. Y lo sucedido en Ezeiza el 20 de junio del ’73 seguido del desplazamiento de Héctor Cámpora fueron muestras de cómo el proceso iba para la derecha. Lo más claro es que la veintena de leyes transformadoras enviadas por Cámpora al Congreso fueron ignoradas por el Parlamento que lo aplaudió el 25 de mayo, apenas 49 días antes. Pero eso no justifica ni el copamiento del Comando de Sanidad del Ejército ni la muerte de José Rucci. Tampoco justifica el análisis posterior –que no fue exclusivo del PRT y Montoneros– de que el campo popular podía estar a la ofensiva y doblarle el brazo a la derecha. Las luchas de esos años, como en muchos procesos trágicos, alimentan el espíritu de dignidad y valentía de muchos militantes y constituyen un legado para nuevas gestas. A veces ayudan también a que el respeto a la sangre derramada se confunda con el análisis crítico y la diversidad de opiniones. El análisis no puede quedarse ni en la épica ni en las pérdidas.
Pasadas cuatro décadas o más, no hay en vistas una revolución en los términos que esperábamos quienes integramos las organizaciones revolucionarias. Tampoco hay un contexto de Guerra Fría con un bloque soviético y otro estadounidense y las expectativas de bloques de naciones que pudieran quedar libres de capitalismo. Ahora el capitalismo está realmente en crisis, pero no hay un modelo de contraparte que permita mirar y emular modelos. Hay expectativas de cómo quedará la relación de fuerzas en el plano internacional, pero con demasiados países poderosos que reparten su riqueza con mucha inequidad.
El peronismo, como tantos movimientos populares, está instalado en el inconsciente colectivo de buena parte de la militancia social y política como la memoria de la resistencia y de la heroicidad. Siguiendo a Alejandro Horowicz en su buen estudio de Los cuatro peronismos, no es un descubrimiento que en su historia siempre estuvo instalada la idea del peronismo como puerta de acceso al liberalismo o el neoliberalismo. Y que esta situación no es ajena a muchos dirigentes del Partido Justicialista que están esperando que pase y termine este ciclo tan conmovedor e imprevisible. Pero cosas similares pasan en otras naciones latinoamericanas con fuerzas cuya historia política es más o menos democrática, más o menos popular (o “populista” en una versión pretenciosa de ciertas mentes que se consideran “la izquierda”) como el peronismo.
Néstor Kirchner no inventó la pólvora. El territorio político en el cual se desarrolla esta etapa de la Argentina tiene muchos vasos comunicantes con las historias argentinas (en plural) y jamás cerró las puertas a las miradas y las conductas “por izquierda”. Al revés, son más que valoradas las trayectorias de militancia y compromiso a la hora de sumar cuadros de organizaciones sociales, sindicales, de Derechos Humanos, académicos, comunicadores, etcétera. Y logró armar un gobierno de mayorías con consignas que, ni remotamente, lograban consensos de más del 25% de la sociedad hasta pocos años atrás. No sólo los de los juicios a genocidas sino también en prácticas que colocan al Estado con un rol activo y hasta capaz de actuar sobre empresas multinacionales.
Una última consideración. Se creó un mito entre cierta gente de “izquierda”. El de que pertenecer a esa cultura requiere ser sumamente conservador. Es decir, mirar un relato del pasado en el que uno se delata como de izquierda cuando lleva un kit completo de cosas anteriores (ciertas lecturas o dogmas o personajes centrales de la historia que no estuvieron contaminados por el policlasismo peronista). Y, la verdad, ser de izquierda era otra cosa totalmente distinta para muchos que no despreciábamos la teoría ni el análisis serio del presente que nos tocaba vivir. Ser de izquierda era organizar a los sectores sociales más desposeídos, buscar a los grupos y personas con más disposición y audacia para ser representantes en sus lugares de trabajo o sus barrios. Era la decisión de encontrar el momento justo para disputar a los poderosos y dar muestras al resto de la sociedad de que el cambio era posible. Era, en definitiva, ir sumando fuerzas para que la correlación resultara, paso a paso, más favorable para los sujetos sociales y políticos decididos a liberar al país y al pueblo. Es cierto, el paso a paso parecía una eyaculación precoz. Pero eso es visto con el diario del lunes.
Ahora es difícil saber si los centros de poder internacional tienen respuestas y fuerzas para detener este camino –no transitado anteriormente, ni por casualidad, porque no tiene muchas similitudes con el primer peronismo-, si se va a consolidar o no. Tampoco se puede anticipar si cierta parte de la dirigencia se mantendrá sólida y unida en caso de que haya embates fuertes de las multinacionales y de sectores conservadores. Menos aun se puede predecir si la sociedad marcará límites a la disociación que a veces se crea entre funcionarios del Estado y el hombre y la mujer común. En fin, las dudas pueden desgranarse y son motivo de consideraciones para no comprar ningún kit completo a la hora de las imprescindibles abstracciones e imprescindibles valoraciones que cada persona o grupo político haga de este territorio extenso y en movimiento llamado kirchnerismo. Pero, más allá de eso, en algo uno puede definirse como revolucionario, aun sin tener una cultura de izquierda. Es en la disposición a poner el cuerpo y comprender cabalmente que, para ganar en una disputa tan desigual, hay que atreverse, hay que tener una profunda convicción de que luchar vale la pena.

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