Opinión
Desde el comienzo del ciclo kirchnerista, y particularmente a partir del conflicto con las patronales agrarias en 2008, se ha transformado el patrón de la disputa política argentina. El bipartidismo que resurge con la apertura democrática en 1983 y deviene “bipolarismo” en los tiempos de la Alianza ya no sirve como eje explicativo de las contiendas principales.
Por Edgardo Mocca
No se trata solamente del marcado declive electoral nacional experimentado por el radicalismo; la UCR, dicho sea de paso, sigue siendo el segundo partido, tanto por el desarrollo de su estructura territorial federal como por el volumen de su representación parlamentaria nacional. La principal mutación consiste en el surgimiento del kirchnerismo como un nuevo movimiento de época en la Argentina. Como la expresión nacional de una nueva experiencia transformadora de extendida influencia en América del Sur y de gran relevancia en el contexto de la crisis del paradigma que rige la política y la economía mundial desde mediados de la década del setenta.
Los viejos modos de la “política normal” ya habían estallado en las calles y las plazas de aquel diciembre de 2001, cuyas señales inaugurales de un nuevo tiempo pueden verse hoy con claridad. El kirchnerismo no hizo nada para recuperar esa normalidad política. Más bien situó a sus añoradores en el lugar simbólico del pasado al que la sociedad argentina no quiere volver. Por eso hoy el intento de respuesta al interrogante sobre el futuro del sistema político argentino no puede hacerse con el viejo instrumental analítico. No corresponde preguntarse quién será el candidato del radicalismo o del peronismo o de cada una de las coaliciones en las que éstos puedan participar. La pregunta central parece ser cómo y en qué condiciones la experiencia kirchnerista puede prolongarse en el tiempo y constituir un nuevo piso de disputa política (como fue, por ejemplo, el llamado “consenso socialdemócrata” en la Europa de las décadas siguientes al fin de la segunda guerra) o cómo esa experiencia puede ser derrotada definitivamente sin dejar huellas importantes hacia el futuro.
La pregunta debería ser pensada en dos grandes conjuntos de problemas. Uno concierne a la suerte de las políticas concretas que logren darle consistencia y profundidad al proyecto político en curso en el marco de los nuevos desafíos que plantea la crisis del capitalismo mundial. El otro centro de atención debería colocarse en la construcción de una fórmula política capaz de superar el nada desdeñable escollo que supone la actual inhibición constitucional para una nueva reelección de Cristina Kirchner. Otra manera de decir lo mismo sería preguntarse por el modo en que la actual conducción política nacional podría transitar el espinoso camino de la lucha por la sucesión en el interior del peronismo.
Claro que la alusión al peronismo es toda una cuestión. Lo constituye una extendida red de caudillos provinciales y municipales fuertemente ensamblados en la estructura estatal, que en ausencia de sólidas instituciones político-partidarias ha devenido una apoyatura imprescindible de la movilización política. Tiene en su interior al movimiento sindical, que, paralelamente a la recuperación del empleo, a un grado de reindustrialización y a la activación de las convenciones colectivas de trabajo recuperó parte del terreno perdido en las décadas anteriores. Sin embargo, la coalición cristinista no se limita a la estructura territorial del justicialismo y a su principal movimiento social: incluye una difusa constelación de grupos sociales y políticos, proveniente de experiencias y tradiciones políticas muy heterogéneas. En el interior de ese conglomerado están las organizaciones juveniles que se han expandido visiblemente en los últimos años y no solamente por el impulso recibido “desde arriba” sino, ante todo, por el hecho innegable de la politización general de la sociedad, particularmente a partir del conflicto agrario de 2008. Se suman organizaciones políticas de diferente grado de desarrollo; las hay fuertemente identificadas con el peronismo y las hay provenientes del universo progresista que decidió el apoyo a los gobiernos kirchneristas; están las fuerzas menores que integran junto al PJ el Frente para la Victoria y las que, como el Nuevo Encuentro, de Martín Sabbatella, militan por ahora fuera de ese espacio. Y debe sumarse también la presencia de referentes de movimientos sociales –en primer lugar las que históricamente se identificaron con la defensa de los derechos humanos–, de espacios intelectuales como Carta Abierta y de destacadas personalidades del mundo de la cultura popular. Es claro que no todos estos componentes son decisivos a la hora de la elección, pero indudablemente han agregado entusiasmo militante y prestigio político a la causa kirchnerista.
No todo el kirchnerismo es, por lo tanto, peronista. Tampoco todo el peronismo es kirchnerista. La referencia no se limita al llamado “peronismo disidente”, hoy en proceso de disolución. Alude también a la amplia gama que recorre la intensidad de los apoyos al gobierno nacional en la mencionada red territorial del justicialismo. Es innegable que el proceso kirchnerista motorizó un fuerte cambio cultural en un conjunto de cuadros dirigentes partidarios respecto del estado de cosas propio de la década del noventa. Pero tampoco puede desconocerse que también anida en esa estructura una cierta nostalgia por el orden perdido, por aquella matriz política que no tensaba la cuerda en la relación con los sectores más poderosos de la sociedad. Tanto Néstor como Cristina Kirchner han sabido ejercer hegemonía política sobre esa heterogénea política, no tanto por la capacidad de operación en su interior sino por la dinámica de sus decisiones políticas y el impacto de esas decisiones en el sentimiento popular.
En los meses inmediatamente posteriores a la elección de octubre último, predominó entre los analistas la sensación de que la contienda política futura se ordenaría en torno de un eje “oficialismo-oposición” y, a partir de esa mirada, la figura de Mauricio Macri se convertía en el desafío principal para la continuidad en el tiempo del proyecto kirchnerista. El impulso que le dio a esa perspectiva el visible empeño de los medios hegemónicos a su favor, ocultó sus problemas estructurales, que son muchos y muy variados. El visible déficit de liderazgo personal que ofrece el jefe porteño, la obstinación en situar a la ciudad en una confrontación permanente con las provincias y su peregrina idea de ofrecer el “no gobierno” municipal como carta de presentación para una alternativa nacional parecen elementos suficientes para poner en duda la viabilidad de esta propuesta política.
Hay, sin embargo, un obstáculo central para ese proyecto. Es el peronismo. Hoy no parece haber mucho ambiente favorable en el interior de la estructura del justicialismo para saltar el charco en la dirección de un reagrupamiento de derecha. Es decir, puede haberlo en expresiones menores de lo que fue el menemismo y en las raleadas filas de la “disidencia peronista”. Pero nada de eso altera sustancialmente la escena. La fuerza fundamental del justicialismo, los dirigentes que gobiernan provincias en primer lugar, no serán, con toda probabilidad, parte de una aventura semejante, en momentos en que está abierto el proceso político de la sucesión presidencial en el interior del peronismo. El macrismo no tiene cómo constituir una fuerza de alcance nacional sin ese concurso del peronismo: difícilmente alcancen para ese objetivo las incorporaciones de Adrián Menem y Fernando Niembro.
Es por eso que el anuncio de Scioli de su pretensión presidencial para 2011 adquiere una fuerte significación. Puede pensarse que es prematura pero no que es sorpresiva. Por otro lado, Scioli no anunció que empezaba su campaña proselitista, simplemente “reservó lugar”. Si efectivamente, como aquí se sostiene, el problema político a resolver es la continuidad o no de la experiencia kirchnerista, el lugar del gobernador bonaerense es profundamente problemático. Hasta ahora pudo moverse en el terreno de una marcada economía en materia de definiciones estratégicas: le alcanzó con las muletillas de su lealtad a Néstor y a Cristina y su concentración en las tareas de gobierno. Este discurso ya no será suficiente. Sus más fuertes respaldos en los forcejeos políticos provinciales vinieron de las grandes empresas mediáticas, de Alberto Fernández y de Moyano. Hace rato que el ex jefe de Gabinete trabaja a tiempo completo en la vertebración de lo que hasta hace un tiempo llamaba el “poskirchnerismo”; Moyano, por su lado, enarboló como bandera de su viraje antigubernamental la defensa del “verdadero peronismo”.
La idea de que el camino de Scioli hacia la candidatura presidencial puede aunar el apoyo de los poderes fácticos enfrentados existencialmente al Gobierno y, al mismo tiempo, contar con el apoyo o la neutralidad del kirchnerismo es pura fantasía. Todo indica que, en el mapa político generado por la elección de octubre, la disputa sobre el futuro del kirchnerismo se librará en el interior de la coalición que hoy sostiene al Gobierno.
Los viejos modos de la “política normal” ya habían estallado en las calles y las plazas de aquel diciembre de 2001, cuyas señales inaugurales de un nuevo tiempo pueden verse hoy con claridad. El kirchnerismo no hizo nada para recuperar esa normalidad política. Más bien situó a sus añoradores en el lugar simbólico del pasado al que la sociedad argentina no quiere volver. Por eso hoy el intento de respuesta al interrogante sobre el futuro del sistema político argentino no puede hacerse con el viejo instrumental analítico. No corresponde preguntarse quién será el candidato del radicalismo o del peronismo o de cada una de las coaliciones en las que éstos puedan participar. La pregunta central parece ser cómo y en qué condiciones la experiencia kirchnerista puede prolongarse en el tiempo y constituir un nuevo piso de disputa política (como fue, por ejemplo, el llamado “consenso socialdemócrata” en la Europa de las décadas siguientes al fin de la segunda guerra) o cómo esa experiencia puede ser derrotada definitivamente sin dejar huellas importantes hacia el futuro.
La pregunta debería ser pensada en dos grandes conjuntos de problemas. Uno concierne a la suerte de las políticas concretas que logren darle consistencia y profundidad al proyecto político en curso en el marco de los nuevos desafíos que plantea la crisis del capitalismo mundial. El otro centro de atención debería colocarse en la construcción de una fórmula política capaz de superar el nada desdeñable escollo que supone la actual inhibición constitucional para una nueva reelección de Cristina Kirchner. Otra manera de decir lo mismo sería preguntarse por el modo en que la actual conducción política nacional podría transitar el espinoso camino de la lucha por la sucesión en el interior del peronismo.
Claro que la alusión al peronismo es toda una cuestión. Lo constituye una extendida red de caudillos provinciales y municipales fuertemente ensamblados en la estructura estatal, que en ausencia de sólidas instituciones político-partidarias ha devenido una apoyatura imprescindible de la movilización política. Tiene en su interior al movimiento sindical, que, paralelamente a la recuperación del empleo, a un grado de reindustrialización y a la activación de las convenciones colectivas de trabajo recuperó parte del terreno perdido en las décadas anteriores. Sin embargo, la coalición cristinista no se limita a la estructura territorial del justicialismo y a su principal movimiento social: incluye una difusa constelación de grupos sociales y políticos, proveniente de experiencias y tradiciones políticas muy heterogéneas. En el interior de ese conglomerado están las organizaciones juveniles que se han expandido visiblemente en los últimos años y no solamente por el impulso recibido “desde arriba” sino, ante todo, por el hecho innegable de la politización general de la sociedad, particularmente a partir del conflicto agrario de 2008. Se suman organizaciones políticas de diferente grado de desarrollo; las hay fuertemente identificadas con el peronismo y las hay provenientes del universo progresista que decidió el apoyo a los gobiernos kirchneristas; están las fuerzas menores que integran junto al PJ el Frente para la Victoria y las que, como el Nuevo Encuentro, de Martín Sabbatella, militan por ahora fuera de ese espacio. Y debe sumarse también la presencia de referentes de movimientos sociales –en primer lugar las que históricamente se identificaron con la defensa de los derechos humanos–, de espacios intelectuales como Carta Abierta y de destacadas personalidades del mundo de la cultura popular. Es claro que no todos estos componentes son decisivos a la hora de la elección, pero indudablemente han agregado entusiasmo militante y prestigio político a la causa kirchnerista.
No todo el kirchnerismo es, por lo tanto, peronista. Tampoco todo el peronismo es kirchnerista. La referencia no se limita al llamado “peronismo disidente”, hoy en proceso de disolución. Alude también a la amplia gama que recorre la intensidad de los apoyos al gobierno nacional en la mencionada red territorial del justicialismo. Es innegable que el proceso kirchnerista motorizó un fuerte cambio cultural en un conjunto de cuadros dirigentes partidarios respecto del estado de cosas propio de la década del noventa. Pero tampoco puede desconocerse que también anida en esa estructura una cierta nostalgia por el orden perdido, por aquella matriz política que no tensaba la cuerda en la relación con los sectores más poderosos de la sociedad. Tanto Néstor como Cristina Kirchner han sabido ejercer hegemonía política sobre esa heterogénea política, no tanto por la capacidad de operación en su interior sino por la dinámica de sus decisiones políticas y el impacto de esas decisiones en el sentimiento popular.
En los meses inmediatamente posteriores a la elección de octubre último, predominó entre los analistas la sensación de que la contienda política futura se ordenaría en torno de un eje “oficialismo-oposición” y, a partir de esa mirada, la figura de Mauricio Macri se convertía en el desafío principal para la continuidad en el tiempo del proyecto kirchnerista. El impulso que le dio a esa perspectiva el visible empeño de los medios hegemónicos a su favor, ocultó sus problemas estructurales, que son muchos y muy variados. El visible déficit de liderazgo personal que ofrece el jefe porteño, la obstinación en situar a la ciudad en una confrontación permanente con las provincias y su peregrina idea de ofrecer el “no gobierno” municipal como carta de presentación para una alternativa nacional parecen elementos suficientes para poner en duda la viabilidad de esta propuesta política.
Hay, sin embargo, un obstáculo central para ese proyecto. Es el peronismo. Hoy no parece haber mucho ambiente favorable en el interior de la estructura del justicialismo para saltar el charco en la dirección de un reagrupamiento de derecha. Es decir, puede haberlo en expresiones menores de lo que fue el menemismo y en las raleadas filas de la “disidencia peronista”. Pero nada de eso altera sustancialmente la escena. La fuerza fundamental del justicialismo, los dirigentes que gobiernan provincias en primer lugar, no serán, con toda probabilidad, parte de una aventura semejante, en momentos en que está abierto el proceso político de la sucesión presidencial en el interior del peronismo. El macrismo no tiene cómo constituir una fuerza de alcance nacional sin ese concurso del peronismo: difícilmente alcancen para ese objetivo las incorporaciones de Adrián Menem y Fernando Niembro.
Es por eso que el anuncio de Scioli de su pretensión presidencial para 2011 adquiere una fuerte significación. Puede pensarse que es prematura pero no que es sorpresiva. Por otro lado, Scioli no anunció que empezaba su campaña proselitista, simplemente “reservó lugar”. Si efectivamente, como aquí se sostiene, el problema político a resolver es la continuidad o no de la experiencia kirchnerista, el lugar del gobernador bonaerense es profundamente problemático. Hasta ahora pudo moverse en el terreno de una marcada economía en materia de definiciones estratégicas: le alcanzó con las muletillas de su lealtad a Néstor y a Cristina y su concentración en las tareas de gobierno. Este discurso ya no será suficiente. Sus más fuertes respaldos en los forcejeos políticos provinciales vinieron de las grandes empresas mediáticas, de Alberto Fernández y de Moyano. Hace rato que el ex jefe de Gabinete trabaja a tiempo completo en la vertebración de lo que hasta hace un tiempo llamaba el “poskirchnerismo”; Moyano, por su lado, enarboló como bandera de su viraje antigubernamental la defensa del “verdadero peronismo”.
La idea de que el camino de Scioli hacia la candidatura presidencial puede aunar el apoyo de los poderes fácticos enfrentados existencialmente al Gobierno y, al mismo tiempo, contar con el apoyo o la neutralidad del kirchnerismo es pura fantasía. Todo indica que, en el mapa político generado por la elección de octubre, la disputa sobre el futuro del kirchnerismo se librará en el interior de la coalición que hoy sostiene al Gobierno.
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