El autor de Las venas abiertas de América Latina habló de su pelea contra el cáncer, sus secretos de escritor, los sueños futboleros de su infancia, sus anécdotas con Osvaldo Soriano, el exilio en Europa y el día que se quiso suicidar.También habló del regreso tras el exilio, de su relación con Juan Carlos Onetti, de las cosas que lo enojan, de su vínculo con las máquinas y el mundo moderno. De fútbol y de Diego Maradona. Del Che Guevara. “No va a ser fácil apagar el fuego de Néstor Kirchner”, afirmó.

–Cuando viniste? Estuviste en Jujuy y Tucumán…

–Hace un día y medio volví. Sí, estuve en Jujuy y Tucumán, dando algunas charlas, lecturas. En Jujuy, en un teatro y en la universidad, y en Tucumán en el Teatro Alberdi y también hice una firmadera de libros de tres horas y media que me dejó la mano recalcada.

–¿Cómo estás?

–Bien, bien. Yerba mala nunca muere.

–Yo tuve mi linfoma hace 10 años, y vos más reciente, y muy incipiente…

–Ya no me queda nada: atravesé todos los ríos. Me sacaron medio pulmón pero ya antes me habían sacado otras cosas. Me tuve que tragar una quimioterapia de cuatro meses, porque había una invasión a los ganglios, una  tendencia “bushiana” a invadir el cáncer, y eso te deja despatarrado.

–Yo me hice rayos, quimio y después fui a trasplante de médula…Pensaba en esto que escribiste sobre Kirchner a propósito del fuego, del fuego que va a ser difícil que se apague…. ¿Tenés algo en particular con el fuego?

–En realidad, no lo escribí. Lo dije. Estaba en Tucumán, lo dije para la televisión nacional en Tucumán y después se hicieron versiones escritas, no mías, pero lo tomaron de ahí. Viene del primer relato del Libro de los abrazos, donde cuento algo que se me ocurrió conversando con unos pescadores negros de la costa colombiana, y el más viejo dijo que había subido al cielo y había regresado, y que allá había visto a la tierra desde arriba y vio que éramos un mar de fueguitos, que los humanos somos fueguitos, y que no hay dos fuegos iguales, que hay fuegos grandes, fuegos chiquitos, y algunos fuegos, fuegos bobos que no alumbran ni queman, pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear y quien se les acerca se enciende. Y a mí se me ocurrió repetirlo ahí, improvisado, ante la televisión, y se me ocurrió decir lo que creo de verdad: que Néstor Kirchner era uno de esos fuegos, y que no va a ser fácil apagarlo.

–¿De dónde suponés que te viene el empleo de tus frases cortas? Hay una colega –Sandra Russo– que una vez dijo algo de vos que a mí me pareció una muy interesante descripción de tu escritura: las palabras de Galeano son como cuchillos, atraviesan el hueso, es imposible permanecer indiferente. Y es cierto. Son las palabras, pero más bien siempre he creído que son las frases. ¿De dónde te viene eso?

–En primer lugar, de una profesión a la que he llegado porque soy un inútil total para cualquier otra cosa: no sé manejar un auto, ni arreglar un enchufe. No sé hacer nada. Lo único que me sale es escribir, y llevo muchos años intentando escribir de tal manera que sólo queden vivas en el papel las palabras mejores que el silencio, y eso me viene del viejo Onetti. De cuando recién empezaba en estas lides literarias, cuando me dijo que había un proverbio chino que decía que las únicas palabras que merecen existir son las palabras que son mejores que el silencio. Creo que, como era muy mentiroso, debe ser mentira, y que el proverbio no era chino, que era una cosa de él, pero es estupendo. Debería estar bien grande, en las paredes, sobre todo para los que vivimos de las palabras, los que usamos las palabras, los políticos, por ejemplo. Esta necesidad mía de decir mucho con poco, proviene de una cierta alergia a la “inflación palabraria”, que es como, en el mundo iberoamericano, en el mundo español que de ahí viene, creo, una manía de palabrearlo todo. Y a una valoración del silencio, quizá el lenguaje más hondo, más profundo de todos. Es muy difícil competir con el silencio.

–¿Tenés técnica para eso? Ves una oración y vas tachando hasta que te quedan las palabras que te parecen las precisas?

–Así es. Aparece una primera versión, después una segunda, una tercera, 10, 15 versiones. Me cuesta un trabajo enorme. Te cuento una cosa reveladora, y digo que es la mejor definición que he escuchado acerca de lo que yo mismo hago. Ocurrió cuando estaba presentado mi último libro, Espejos, que es justamente un mosaico de la Historia Universal, con historias muy breves. Muy concentradas que es lo que me gusta hacer. Recorrí varios lugares de España, andaba en Galicia y al llegar a Ourense, un pueblo pequeño con mucho encanto, gente muy cordial y agradable, y ahí hice una lectura en un local que estaba lleno. En la fila de atrás, veía desde lejos, a un señor que me miraba con el ceño fruncido, sin parpadear, parecía muy enojado, con una cara que me gustó, muy marcada por la vida dura, la vida al sol, la cara de un campesino gallego. Parecía pintado, pero estaba enojadísimo. Y yo, al principio, no podía desprenderme de esa mirada de ese hombre furioso. Duró toda la lectura, y después de los abrazos, la firmadera y esas cosas lindas que ocurren, él permanecía ahí quieto, duro como una estatua. Se fueron todos. Caminó hacia mí y yo pensé es el último de mis días, y cuando llegó ante mí, sin pestañear, sin desfruncir el entrecejo, me soltó la siguiente frase: “Qué difícil debe ser escribir tan sencillo.” Después me dio la espalda y se fue. Y es lo mejor que he escuchado decir acerca de lo que hago, y el elogio más alto. No creas que lo dijo con un abrazo, ni en tono cálido, sino con un tono de hosquedad, de campesino gallego hosco pero verdadero. De esos que no mienten nunca.

–Mucho no se sabe de vos. Supongo que es  porque se te exige mucho más a vos: que tengas la solución para el mundo, que sepas para dónde va la humanidad, pero algunas cosas que uno se entera, como que vos pensabas que ibas a ser artista plástico, lo de Gius, que en realidad es una adaptación de tu primer apellido Hughes. ¿Cuándo pensabas lo del artista plástico?

–Galeano también es mi apellido verdadero. Tanto como el otro, y no hay primero ni segundo. Empecé a firmar Gius, cuando hacía caricaturas, algunas de las cuales  se publicaron en Tía Vicenta acá, y otras en Montevideo. Antes había pasado por otras vocaciones que tampoco funcionaron: quise ser jugador de fútbol como todo niño uruguayo que nacemos gritando gol, por eso las maternidades uruguayas son tan barulleras con un gol entre las piernas de la mamá, y no funcionaba. Bueno, funcionaba, como lo digo en el libro de fútbol que publiqué, diciendo que yo fui una estrella del fútbol que humillaba a Maradona y a Pelé juntos, pero sólo de noche, mientras dormía, porque cuando me despertaba era una pata de palo sin redención posible. Después quise ser santo, pero mi tendencia natural al pecado terminó por ser tan clara y evidente que por ahí tampoco iba.

–¿Es metafórico?

–No. De chico fui muy místico.

–¿Pensaste en ser cura o algo así?

–No sabía muy bien, pero pensaba que era por ahí, y fue un desastre. Evidentemente no tenía condiciones para la santidad porque el pecado me llamaba con voz irresistible. Y después, lo de las artes plásticas: me quise expresar dibujando, pintando, y siempre sentía que esa distancia que se abre entre lo que querés y lo que podés era un abismo hondísimo, y por ese lado no iba a llegar a nada. Intenté escribir y al principio era muy difícil enfrentar la hoja en blanco. Han pasado los años y sigo sintiendo el mismo temblor en las rodillas. La misma sensación de desamparo ante la hoja en blanco, como la primera vez, lo que es para mí la prueba de que no me he jubilado de escritor, que no me he profesionalizado.

–Eso me decía “El Gordo” Soriano cuando tenía las crisis creativas, ya como escritor consagrado. Pero vos has logrado que no te pongan un plazo para entregar un libro, ¿no?

–Eso fue un error que cometió El Gordo. Yo lo he querido mucho, fue un gran amigo, y me parece que se equivocó cuando empezó a aceptar contratos que lo obligaban a entregar libros con un plazo y con una extensión. Me decía: “Tengo que rellenar 20 páginas.” Y yo le decía: “No rellenes nada, no jodas, no hagas eso.” Pero él me decía que ya había firmado el contrato, pero claro, El Gordo llegó a ser el escritor mejor pago de la Argentina, con cifras millonarias. Creo que eso le apresuró la muerte. Ojalá no sea cierto, pero me parece que influyó mucho. El Gordo, ya en los últimos tiempos, no sentía tanto placer escribiendo. La literatura se había convertido en un deber y no en un placer. Esa es la sensación que yo tengo.

–Alguna vez contaste que en 1959, que tenías unos 18 o 19 años, cuando te encerraste en un hotel en Montevideo y…

–Me quise despachar. Sí, a los 18 años.

–¿Qué hiciste?

–Nada. Me tomé pastillas para matar a varios caballos juntos, pero sobreviví. Por dolor del mundo. No resistía. Por suerte me desperté con tantas ganas de vivir. Se ve que yerba mala no muere. Después atravesé otras muertes, ya no autoinfligidas, sino en otras circunstancias y fui escapando vivo. Y vivo estoy.

–¿Dónde te despertaste?

–En un hospital, preso, porque en Uruguay eso es delito. Pero lo importante es que me desperté con la certeza de que nunca más iba a aceptar el llamado de la muerte, cuando la muy puta viniera a contarme al oído historias deliciosas. Lo que vale la pena es vivir.

–¿Cómo siguió?

–Con 1000 tropezones, andando.

–En algún momento la hoja deja de estar en blanco…

–Claro. Simplemente a partir de ahí fue como una resurrección, como nacer de nuevo. Creo que la gente cuando está viva de verdad, no me refiero a mí, nace de nuevo muchas veces. Esta idea de que uno nace y muere sirve para los servicios fúnebres y estas bobadas, pero en la realidad uno nace de nuevo varias veces. Y lo mejor que te puede ocurrir es nacer de nuevo 30, 40 veces, como este gran pintor japonés del siglo XIX, Hokusai, que se cambió de nombre 37 o 38 veces, y cada nombre iba señalando uno de sus nacimientos. A medida que él iba naciendo de nuevo en el arte, o en la vida, se cambiaba el nombre.

–¿Cuándo empezás a escribir como Galeano?

–A partir de esa primera resurrección, como una manera de celebrar ese renacimiento. Después, algunos interpretaron que me llevaba mal con mi papá, o que no me gustaba el apellido británico, cosas como esas. Me llevaba re bien con el viejo, que era quinielero, macanudo, bohemio, y además no creo que mi vocación latinoamericanista tenga nada que ver con los nombres.

–¿Cuándo se mete la política en el escritor, en lugar de un escritor literario?

–Desde siempre. Yo me afilié a la Juventud Socialista a los 13 años, casi 14. Ahí empecé a hacer caricaturas políticas en El Sol, el órgano socialista. Y firmaba Gius, lo había castellanizado por razones fonéticas. Don Emilio Frugoni me recibió, yo acababa de ponerme los pantalones largos, le llevé algunos dibujos, le gustaron, me dio un cuartito, un altillo en el Partido Socialista, donde yo trabajaba. Me puso tinta china, témpera blanca, unos papeles, me acomodó un escritorio y me dijo: “A partir de ahora este espacio es tuyo.” ¡A los 14 años! Para mí fue una gloria del socialismo, Emilio Frugoni. Don Emilio me buscaba ahí todos los domingos de noche y me llevaba al cine. Y el que me visitaba todos los domingos de tarde era un hombre de pocas palabras pero muy entrañable, muy cariñoso, que se llamaba Raúl Sendic, que me daba los mejores chistes, las mejores ideas eran de él, tenía un sentido del humor finísimo, y después le contó él al Pepe Barrientos, otro gran amigo, cosas de aquellos tiempos con mucho cariño. Tomábamos el ómnibus juntos porque vivíamos cerca, y me acuerdo que me contó que dormía en el balcón porque no soportaba los techos. Imaginate lo que habrán sido después sus años en El Aljibe, cuando lo tuvieron. Y le contaba al Pepe: yo trabajé con este muchacho, le pasaba chistes, me quedaba con él al lado mirándolo, tan chiquilín que era, y pensé: “Este va a ser presidente o gran delincuente.” Y fue un gran delincuente.

–¿Cuándo te ponés Galeano? ¿Después del episodio del hotel?

–Sí, celebro ese renacimiento. De algún modo, aunque no fue consciente, fue una manera de nacer de nuevo.

–Antes de la mítica Crisis, hay una tapa en Uruguay de Marcha…

–Marcha, pero antes de Marcha, en el diario Época, diario al cual dirigí a los 21 años. Era un diario de irresponsables, todos jovencitos, a veces teníamos 500 redactores y a veces cinco. Yo hacía la página editorial y el horóscopo, porque me encantaba inducir a la gente a la perdición. Entonces, invocando a los astros, les daba consejos, todos ellos en la frontera última del infierno. Me divertía mucho, porque además yo tenía que  hacer la página editorial, de temas aburridísimos. Eso me divertía, y también hacía crónicas de fútbol o policiales. Nadie cobraba. Era un diario en el que todos vivíamos de otra cosa. Yo había entrado por concurso a la universidad en la parte de publicaciones, y de mañana trabajaba en la universidad, a la tarde trabajos para editoriales como corrector de estilo de textos sobre la vida sexual del tucu tucu y temas así, y de noche iba al diario. Después me tomé una licencia del diario (ya cerrado casi entre la policía y los acreedores) y así escribí Las venas abiertas de América Latina. Todo de noche.

–¿Siempre escribís de noche?

–Siempre de noche. Soy nocturno. Para escribir me gusta mucho la noche, no tanto como al Gordo Soriano que vivía de noche, pero me acuerdo cuando dirigía Crisis que formamos un grupito de fútbol y jugábamos acá en Palermo los miércoles a las diez de la mañana, y lo pasamos a las once para que El Gordo se incorporara, pero ni así. El Gordo dormía hasta las tres o cuatro de la tarde. Nunca nadie pudo saber si era verdad que jugaba bien al fútbol.

–Viste que él tenía ese mérito: nunca sabías si hablaba en serio o no. Charlábamos con “Bobby” Flores el otro día. Viste que cuando El Gordo se exilia y vuelve, cuenta que en Bélgica sobrevive contando patos en no sé qué lago. Nunca sabías si había sido cierto.

–Y sí. Creo que no es verdad, pero no importa. Es como dicen en Italia: Se non è vero, è ben trovato , y esto es ben trovato. Si no es verdad, está bien compuesto. Son maravillosas las historias del Gordo. Fantaseaba mucho, era parte de su encanto, y vivía todo como realidad y por lo tanto era de algún modo real.

–¿Cómo recordás la época de Crisis?

–Como una época espléndida. Fui muy feliz en ese período. Siempre me pareció muy injusto que aquella época fuera después reducida por buena parte de los historiadores y cronistas que se ocuparon del tema, al puro “bam bam” de la violencia. La Argentina generó una gran energía creadora en aquellos años, por eso la revista fue posible. Recordemos que fue una revista cultural ejemplar que llegó a vender 35 mil ejemplares. Es el mayor récord de las revistas culturales en lengua española. Por algo sería. Transmitía una energía de vida que otras revistas culturales no la transmitían.

–También contribuyó al mito el hecho de que después no aguantaban la censura, y “algunos tiramos la llave al Río de la Plata”, dijiste en algún momento, pero no siguieron con la revista.

–No, no se podía. Había que elegir entre el silencio y la humillación, y elegimos el silencio.

–Sos un ciudadano de búsqueda de cosas, un curioso. No me gusta decir el ciudadano del mundo. ¿Te ayudó una cosa así en el exilio?

–Sí, claro. Me ayudó la curiosidad. Desde el principio supe que yo no me exiliba para ir a llorar al cuartito. La idea era convertir esa penitencia en un tiempo de creación.

–¿Dónde caés apenas te vas?

–A Alemania, que me pagaron el pasaje para la feria. Aproveché. Nos fuimos con Helena. Primero hicimos una escala en Brasil para estudiar la posibilidad de quedarnos. Recuerdo un almuerzo con Tom Jobim, Chico Buarque, mediados del ’76, julio, agosto. Era amigo de ellos. Les dije que me gustaría quedarme ahí. Y los dos, muertos de risa, me dijeron: “Te conviene irte ya, agarrá el avión de la noche.” Seguí viaje a Frankfurt. De ahí a la costa catalana. Yo tenía una hija trabajando en Cataluña y pensamos que desde el punto de vista del trabajo podía ser el lugar que ofreciera mejores oportunidades de trabajo vinculados a lo que yo hacía. En aquel tiempo, Barcelona ofrecía mejores oportunidades. Yo pude, pudimos con Helena, encarar esos años difíciles y convertirlos en un tiempo de creación. Convertir esa maldición en un tiempo de creación. Nueve años, nueve años y medio. Y estaba haciendo las valijas y me dio un infarto. Me recuperé de eso y fue el regreso a Buenos Aires, a Montevideo.

–¿Cómo es sobrevivir a un infarto?

–Soy un sobreviviente. Sobreviví a un infarto y a varias cosas más. Tuve un infarto agudo del miocardio, y se me murió una parte del corazón. Parece ser que el cuerpo humano contiene músculos secretos: cuando parece que ya no tenés cómo funcionar, vienen los ejércitos de reserva, que acuden, y entonces se multiplica el órgano. No sé cómo se explica eso. Seguramente la ciencia médica lo explicaría. Yo estuve un mes internado en el hospital de Barcelona, no me querían largar, y cuando lo hacen, me llenan de recomendaciones y me dan una bolsa de medicamentos. Yo salí, busqué un tacho de residuos, tiré todos los remedios y seguí bebiendo, fumando, comiendo. Haciendo la vida loca, y sobreviví. No sé cómo pero sobreviví. Después tuve que dejar de fumar, claro.

–¿Eso significa que no le tenés miedo a la muerte o que no le tenés respeto?

–Sí, de alguna manera es así. Actúo de una manera bastante irresponsable en mis relaciones con ella. La verdad es que creo que he llegado a mirarla de tal manera que ni me asusta ni me atrae, dos posibilidades igualmente jodidas.

–¿Por todo lo que te pasó o porque tu pulsión vivencial siempre fue así?

–No sé. No sé cuál es la frontera que separa lo que siento de lo que pienso. Por eso me gusta tanto aquella  palabra que escuché en Colombia: “Sentipensante.” Trato de vivir las cosas como si no fuera posible fracturarlas, dividirlas. Lo mismo que viste que estamos entrenados para dividir el alma del cuerpo, la bella y la bestia, el pasado y el presente, la vida pública y la privada. El ejemplo típico del militante de izquierda que le daba una golpiza a la mujer y después habla en los actos públicos de los Derechos Humanos y todas esas cosas que yo he tratado de integrar dentro de mí. Las muchas personas que yo contengo.

Al volver, ¿tuviste alguna vez añoranza por cosas del exilio?

–La verdad que no. Me gustó volver. Al principio a la Argentina y después a Uruguay. Recuerdo que cuando volví a Montevideo, puse la radio y creí que era yo el que hablaba desde la radio, porque el locutor tenía mi voz. Me reconocí en la voz que escuchaba, cosa que en España no me había pasado. Hay una musicalidad del lenguaje, con variantes de país a país. Los montevideanos no hablamos igual que los porteños, pero somos parte de una música común. Ahora vengo de Jujuy y Tucumán. Las voces del norte, la musicalidad del norte es diferente de la musicalidad del sur, pero todos tenemos una cierta música al hablar, y yo quiero tenerla también al escribir. De eso se trata. Y el reencuentro con esa música para mí fue muy importante. Por otro lado, me gusta el verdadero internacionalismo, que no tiene nada que ver con la globalización, con el imperio del dinero, con rango universal, con categoría universal, sino  esta certeza de que uno puede ser contemporáneo con estas gentes, personas nacidas quién sabe hace cuántos siglos y milenios, y también compatriota de personas nacidas en lugares muy distantes del mapa. Para mí, es una alegría enorme. Cuando yo ando por ahí y hago lecturas, como hice ahora en Suecia, en lugares que uno considera muy lejanos, muy ajenos... y sin embargo hay una comunicación muy directa. Hay cosas nuestras, que son solamente nuestras, y otras que forman parte más o menos de rasgos no iguales, de ningún modo iguales, sino confirmaciones de la diversidad, dentro en un arcoiris de colores que integramos junto a otros colores, en pie de igualdad. Ese arcoiris es universal de verdad: hay sentimientos, pensamientos, pánicos, certezas, dudas, pasiones que son comunes a todos los bichos humanos en el mundo, de algún modo.

–¿Cómo caés a Onetti a esa edad?

–Me mandó el viejo Quijano, de Marcha. Yo era redactor en ese momento. Me dijo: “Hacele una entrevista a Onetti.” Y fui a verlo al Castillo del Parque  Rodó. Él tenía su oficina ahí, dirigía algo que en aquella época no existía, las bibliotecas municipales, que en aquel tiempo no existían. Por eso, se quedó nada más que con dos dientes. Como no tenía nada que hacer, se iba aflojando los dientes, uno a uno, hasta que le quedaron sólo dos. Una vez lo entrevistaron un par de chicos que yo mandé a Madrid, de la Universidad Complutense, y él les dijo, al recibirlos, medio dormido a las tres de la tarde: “Discúlpenme que los reciba con dos dientes, pero los otros se los presté a Vargas Llosa.” Bueno, le dije: “Vengo porque me manda Quijano, usted trabajó en Marcha, fue jefe de redacción”, pero me dijo: “No esperes que te diga nada brillante, porque estoy sin dormir.” Así empezó. Mal que bien, le arranqué una entrevista. Y después me dijo: “Cuando quieras venir…” Y ahí me fui arrimando, compartiendo sus silencios. A él le gustaba estar acostado en la cama. Desde que era bebé no se levantó: siempre en cama, con el vino a mano.

–Pero con una cosa de cristal, ¿no?

–Sí, siempre. Se lo había regalado su última mujer, la violinista Dorothea, o Dolly, que  volviendo de Viena le había traído una cosa extraña de cristal, una especie de  alambique, tubos de cristal que se comunicaban unos con otros, para ir  a dar a un recipiente final que le iba a servir el vino, que empezaba a circular desde muy arriba, de modo que él no tuviera que hacer nada más que levantar un poquito el vaso y el vino salir. Me convidada a mí. Era un vino de cirrosis instantánea, el vino más barato y de peor calidad que puedas imaginar, un vino horroroso. Compartíamos silencios, y cada tanto me contaba cositas como aquel falso proverbio chino, ¿no?

–¿Te llevó tiempo quererlo a Onetti?

–No, la verdad es que desde el principio fue querido y queriente... Si él me aguantaba también a mí. Una vez le dije: “Ahí leí una entrevista que diste el otro día, diciendo que escribís para vos, y eso me parece que es una mentira.” El viejo me aguantaba, porque era muy violento decirle que era una mentira. Y me dijo: “Mentira… mirá vos… venir a enterarme de que eso es una mentira. Vos no sabés nada. Eso viene del señor James Joyce, que decía ‘yo escribo para un señor que se llama James Joyce, que está sentado frente a mí, acá en esta mesa.’” Le dije: “Mentís vos y él también mentía. Si es verdad que escribís para vos, no sé para qué publicás.”  Se puso furiosísimo. Me quería echar, pero no se podía levantar de la cama, le dolían los huesos.

–¿Considerás que él y Rulfo son los más grandes de la literatura en lengua española del siglo XX?

–Probablemente, sí. A él no le gustaba que le dijera de Rulfo, pero pensaba como yo. Cuando me preguntaba cuáles eran los tres que me gustaban, le decía para provocarlo: “Rulfo, Rulfo y Rulfo. Esos tres.”

–¿Alguna vez te dio lástima cómo vivió, los fantasmas que lo atravesaban, ese vivir en la cama?

–No, era su manera. La que él elegía. Era su forma de estar en el mundo. Lo mismo esta cosa de vivir en estado de angustia perpetua, que creo que hasta cierto punto era algo elegido, que le daba algún secreto placer, y que se refleja en su literatura. En realidad, yo lo que he escrito a lo largo de todos los años de mi vida tiene algo que ver con el universo onettiano. Le debo muchísimo en el arte de escribir, en el oficio de escribir, aunque él se negaba a darme secretos. “No te voy a enseñar ningún truco, olvidate de eso. Eso lo vas a aprender solo”, me decía.

–¿En qué agradecés el haber nacido en Montevideo, Uruguay?

–Es una ciudad que elijo. No estamos condenados a vivir en una ciudad en la que nacemos, salvo por trabajo, líos que te obliguen, pero yo no estoy obligado a vivir ahí. Nadie te preguntó dónde querías nacer. Ni siquiera te preguntan si querés nacer. Yo tuve la suerte de nacer ahí. Es una ciudad respirable y caminable. Se puede respirar y se puede caminar. Caminar  es importante para mí, por las orillas de eso que llamamos mar y en realidad es un río-mar, y camino horas, y eso me ha ahorrado una fortuna de psicoanálisis. Y lo de respirar: en las grandes ciudades se hace difícil respirar. Montevideo no tiene contaminación. Son dos cosas importantes. La gente es cordial, muy agradable.

–Es difícil imaginarte enojado. ¿Te enojás con cosas cotidianas o con cosas macro estructurales, las injusticias de la vida?

–Lamentablemente, nos pasa a todos: nos enojamos por bobadas, y es un desperdicio, porque hay que guardar la capacidad de enojarse. La capacidad de indignación, te diría que es la mejor forma de la expresión del enojo. Cuando te indignás por algo, y uno tiene que elegir al fin y al cabo cotidianamente de qué lado está: del lado de los indignos o de los indignados. Muchas veces uno se enoja por boludeces, y esas mismas boludeces lo dejan sin dormir toda la noche. Es muy difícil separar la paja del grano. Con la razón sí se puede, pero hay algo dentro de uno que lo empuja a la bobería.

–En alguna nota contás algo muy fuerte, arriba de un camión destartalado, con una señora y una beba… ¿qué fue?

-Sí, en el Alto Paraná. Fue terrible. Anduve un tiempo por el Alto Paraná, al principio trabajando para los paraguayos, para registrar la invasión brasileña a través de la frontera paraguaya... que por cierto, el primer foco de la invasión brasilera fue la invasión de la soja también, iban penetrando junto con la soja campesinos desamparados, muertos de hambre, pero hacían el trabajo para los terratenientes, que desde escritorios con aire acondicionado en San Pablo mandaban a estos como avanzada y se iban apoderando de pedazos del Paraguay. Estuve como un par de meses, y me ocurrieron muchas cosas. Una de ellas fue que en un camión... nos movíamos en camiones que iban de un lado a otro en la selva, tratando de vivir esa experiencia junto con esta gente: eran instrumentos, nada más. En el camión, me trepo como puedo, iba de pie, agarrado a un caño para no caerme en los banquinazos. Sentada junto a mí, venía una mujer de cara muy sufrida, de alguien que ha vivido sin domingos, con un bebé en brazos. Me acerqué, vi al bebé, pregunté cómo se llamaba. Ella me contestó, pero todo en un espacio de dulzura, de suavidad, en medio de aquella violencia del traqueteo irrumpiendo violentamente en la selva. Íbamos hacia un lugar poblado que quedaba como a tres horas. En un momento, cuando se baja gente, yo me senté al lado de ella, volví a mirar al bebito y empecé a notar que cambiaba de color, pero no… no quise comentar nada. En ese trayecto de tres horas, el bebé había muerto. No había médico ni ningún tipo de atención médica en este remoto lugar donde esa pobre mujer vivía. En el tránsito hacia algo parecido a un centro de salud, se le murió. La ayudé a bajar, no sabía ella qué hacer con aquel muerto, y yo tampoco. Yo tampoco.

–¿Cómo canalizaste esa indignación?

–Se me dieron varias situaciones así. Cuando andás por ahí, te encontrás con esas cosas. Y se convierten en furias justas. Son las que me gustan tener para sentirme de veras vivo. Las otras, las estupideces, quisiera expulsarlas de mí, pero no siempre puedo.

–En algún momento dijiste instrumentos. Alguna vez hablaste de tu relación con las máquinas…

–Ahora uso. Siempre digo, parece un chiste pero es verdad: sospecho que las máquinas viven de noche cuando nadie las ve y por eso de día hacen cosas inexplicables. Fui venciendo estos prejuicios y uso computadora. Yo escribo a mano, pero para ciertas etapas del trabajo me sirve mucho.

–Igual que necesitás el diario de papel.

–Sí. Lo necesito. Soy incapaz de leer un libro en pantalla. Completamente incapaz, y ni siquiera el diario. A veces, cuando sucede algo muy grave, recurro a Internet, pero el placer del crujido del papel entre las manos mientras uno desayuna, es inimitable. Los libros los escribo, los aprieto contra el pecho, cuando me dicen algo que vale la pena escuchar, y creo que están vivos, y nunca pude tener esa misma sensación ante una pantallita.

–Las máquinas las maneja uno, pero ¿uno se ha convertido en instrumento de los instrumentos?

–No soy instrumento de ningún instrumento. Sí me defiendo de un sistema que todos los días me induce a serlo. Cada día, con gigantescos aparatos de publicidad y de mala educación, de des-educación que el sistema universal maneja –que cuando yo era chico se llamaba capitalismo y ahora llaman economía de mercado–, te induce a convertirte en un instrumento. A que seamos máquinas de nuestras máquinas: terminamos siendo programados por la computadora, manejado por el automóvil, y eso es lo que no me gusta.

–¿Todos los días peleás contra eso?

–De alguna manera, me defiendo de eso porque sigo creyendo que más vale crear que consumir, más vale crear que comprar hecho. Yo viví un año y pico en Venezuela, en el año 1970, y era la cultura del petróleo en acción, que es justamente el paradigma de esto que te digo: que había que comprar hecho. ¿Para qué tomarte el trabajo de crear algo si podes comprarlo hecho, en plena borrachera petrolera? Bienvenido a la Venezuela Saudí, decían mis amigos venezolanos. Me acuerdo la primera vez en un supermercado, que vi bolsitas de plástico, de Escocia, con agua para poner en el whisky, para tomarte un whisky escocés con agua escocesa. Siempre desconfié que habría un rioplatense atrás de esto. No sé ahora, con toda la revolución que existió en los años de Chávez, pero en aquella época Venezuela era, en proporción a la población, el país que más whisky escocés y champagne francés consumía. Un país envilecido por la cultura del petróleo, organizado para el consumo, el consumo y el consumo. Y eso implicaba un daño también, por suerte no irreparable, pero daño al fin, en las relaciones humanas. Era como un zapping continuo. Las frases no podían durar más de 20 o 30 segundos, porque enseguida se pasaba a otro tema. Me imagino lo que habrá sido, lo que está siendo para Chávez, luchar contra eso. Eso no se cambia ni en un día ni en dos. Él intenta cambiarlo y por eso quizá descansa tanto en el aparato militar, porque es una estructura, quieras o no, más disciplinada, más eficiente. El resto está todo organizado para la ineficiencia y la corrupción en un sentido más profundo, un envenenamiento del alma. El drama de los países de Medio Oriente con todos esos jeques: 5000 príncipes tiene Arabia Saudí, el país predilecto de Bush y los suyos.

–¿Hay cosas que ya no pueden cambiar?

–No, creo que todo puede cambiar, nacer de nuevo, que podemos cambiar, y que el miedo a cambiar es uno de los miedos dominantes en el mundo de hoy, que te empuja a cambiar sólo en el sentido de convertirte en mercancía. Ahí, los cambios son bienvenidos y aplaudidos, pero si cambiás para ejercitar lo mejor que tenemos, que es justamente la capacidad de indignación que corresponde a la voluntad de justicia, y la capacidad de belleza –que es la mejor energía que el ser humano contiene, pero que implica un trabajo creador, un esfuerzo de creación–, el sistema te domestica para lo contrario. En una de las charlas que di en Jujuy, creo, yo reivindiqué, hablando del Bicentenario de la Independencia, la necesidad de que seamos de verdad independientes, una tarea pendiente aún, citando las sabias palabras que, en la primera mitad del siglo XIX, proclamaba y gritaba en vano, a lomo de mula, recorriendo los caminos de América, “El Loco” Rodríguez. Así lo llamaban a Don Simón Rodríguez, el gran educador, el gran pensador latinoamericano del siglo XIX, que decía eso. Increpaba a los dueños del poder: “ustedes que copian todo, todo lo que viene de los Estados Unidos, Europa...” Lo decía en 1830. Imaginate la actualidad que  tiene. “Por qué no le copian lo más importante que es la originalidad”, decía. Lo llamaban “El Loco”, lo despreciaban, nadie le daba la menor bola. Sucre lo echó de Chuquisaca. El había fundado la primera escuela revolucionaria en América Latina, la que mezclaba pobres y ricos, niñas y niños, y sobre todo, la que mezclaba los oficios manuales con las actividades intelectuales. Te enseñaba a ser un ser humano integral, que no sólo supiera sumar y restar, leer y escribir, sino también manejar la madera, la cal, las piedras, saber construir, saber sembrar, pescar. Era una escuela ultrarrevolucionaria para esos años del mil ochocientos veintipico. Al final, Sucre, porque las beatas graznaban contra este deprevador de las costumbres, estimó que las cuentas no daban, y lo echó.

–Mencionás la belleza. Qué es más bello: ¿Maradona u Obdulio Varela?

–Competencia difícil. No creo en las competencias. No creo que la vida sea una  pista de carreras donde competimos a ver quién es el más bello, el más bueno. No creo que se viva para eso. Creo que Maradona ha sido un espléndido jugador de fútbol, pero además de eso ha sido el primer rebelde en el mundo del fútbol profesional, casi el único. Después de él, no hubo otro capaz de enfrentar a este gigante despótico que es la FIFA. Por lo tanto, fue el abanderado de los jugadores. No sólo de los profesionales que conocemos porque salen en los diarios, sino también los jugadores humildes, anónimos, que son la inmensa mayoría. Y Varela también era, en lo rebelde, muy parecido. Él encabezó la huelga de jugadores más larga en toda la historia del fútbol en Uruguay, que duró siete meses: huelga en la que los jugadores reivindicaban su derecho a tener un sindicato reconocido por la Asociación Uruguaya de Fútbol, y él fue el capitán también de la huelga. Era albañil, y se venía a trabajar a Buenos Aires. Y después fue el capitán de ese prodigio, que cumplió esa hazaña inverosímil, derrotando a Brasil, ante 200 mil personas en el Maracaná, después de ir perdiendo 1-0.

–¿Es cierto que cuando hizo el gol Brasil le hiciste tantas promesas a Dios, que te las olvidaste y no pudiste cumplir ninguna?

–Tal cual. Yo era un niño, tenía nueve años. Cuando Brasil hizo el gol, que escuché en la voz ronca y poderosa de Carlitos Solé (un gran locutor, una especie de Víctor Hugo Morales de aquellos años), imaginate el baño de agua fría que fue aquello. Me hinqué, recé, le pedí a Dios… Diosito… por favor, escuchame… y le hice una promesa, y Uruguay hizo un gol, y otro, y ganó. Después, por suerte, me olvidé de las promesas. Yo siempre digo, si no me hubiera olvidado, sería uno de estos locos que andan por la calle musitando Padrenuestros...

–¿Cuando lo conociste al Che, estaba vestido de beisbolista?

–Guardaba sus ropas de guerrillero desde siempre. Se pasaba día y noche, y creo que hasta dormía vestido de guerrillero. Era, creo, en aquel momento, Ministro de Industria, unos meses antes de que se fuera al África. Era un aniversario de la Revolución. Yo integré una delegación uruguaya de tres personas, y pedimos una reunión con él para conocerlo. No era en ese momento esta figura mitológica que es hoy día. Incluso hubo gente que no entendió muy bien por qué pedíamos hablar con “el troskón ese”. Y fuimos. Yo pedí a mis dos compañeros de delegación, mayores que yo –porque era el mas joven, con 23 años–, permiso para hacer una pequeña locura al entrar, pero no les quiero decir qué voy a hacer. Sí, dale, me dijeron. Y él nos abrió la puerta diciendo: “los uruguayos, a ver,  que pasen los uruguayos”, y yo entré primero y le planté en la cara un ejemplar de Granma, en la que él estaba en la tapa con el bate de béisbol, y le dije traidor.  Al principio, se quedó estupefacto.  Se sacó de la cara, vio qué era lo que yo le mostraba y se empezó a reír. Y no pudo parar de reír, y cuando dejó de reír,  me pegó en la espalda y me dijo: “Es la primera vez que alguien me llama traidor y sigue vivo.” Se supone que entrábamos por diez minutos, nunca más, y estuvimos tres horas.

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